Posted: 10 Dec 2007 09:49 AM CST Hoy en día, el género femenino está amenazado sólo por cinco plagas: los hombres emocionalmente tarados, la falta de autoestima (con todos sus disfraces), las suegras jodidas, las amigas roba-novio y, por último, los miedos irracionales. De los primeros ya me he encargado en varios artículos. De las amigas roba-novio y de la autoestima he hablado mucho también. De las suegras ya escribí cinco veces, sólo que nadie sabe que estoy hablando de ellas. Es un secreto que va a morir conmigo. Sobre los miedos femeninos, sin embargo, apenas si garabateé algún dato aislado. El miedo más famoso que tenemos las mujeres, es a morirnos solas y llenas de gatos. Cada vez que terminamos una relación, vemos el mismo flash forward: nos imaginamos hablando solas, en un departamento lleno de bolsitas de residuos y revistas viejas, tapadas de gatos sucios con cara de hombre, que piden alimento balanceado trepados a los estantes de la biblioteca. Pensamos que cuando nos llegue la hora, nadie va a saber que estamos muertas, y será el portero quien descubra nuestro cuerpo verde e hinchado diez días después. En esos momentos, todas caemos en la misma rutina ansiosa: buscamos amigos que oficien de plan alternativo, y arreglamos matrimonios conjeturales si es que a los cincuenta años todavía seguimos libres. El segundo miedo dura más o menos una década y luego desaparece. Arranca entre los once y doce años, con la primera menstruación, y va menguando cada veintiocho días, hasta perderse en la memoria para siempre. Los primeros dos años son, sin duda, los peores. Durante cinco días al mes no hacemos más que sufrir e imaginar que escondemos en la pollera del colegio un espeso río carmesí de vergüenza que apenas nos paremos, se escapará zigzagueante por una pierna. Cada diez minutos sometemos a nuestras amigas a mirarnos el pantalón para ver si estamos manchadas (boluda, mirame, mirame ¿me manché?), como si en esa confirmación se nos fuera la vida, y vamos al baño todavía más seguido para volver a revisar. El tercer miedo no tiene un objeto específico, pero sí un escenario. Las mujeres creemos que cualquier ruido nocturno significa que hay un asesino en casa. Cualquiera. Incluso un ladrido o una bolsa de nylon que se mueve. Así como nos lavamos el pelo todos los días, o vamos a la peluquería una vez cada dos meses, las mujeres, noche por medio, vamos al living con un cuchillo en la mano. En épocas de vientos fuertes incluso más. Quizás todas las noches. Esta es, además, una fobia narcisista, porque dormimos como un ojo abierto, como si fuésemos el líder de la mafia o un magnate griego, pero en la mayoría de los casos es tan poco lo que nos pueden robar que no vale la pena ensuciar el cuchillo. El cuarto y último miedo es muy simple: tenemos pánico a que nos dejen de querer de repente. Cada vez que un hombre nos dice "tenemos que hablar", en vez de pensar que quiere debatir las próximas vacaciones o el estado de las plantas del balcón, preferimos creer que conoció a otra mujer. Es lo primero que se nos viene a la cabeza. Cualquier actitud no convencional es, para nosotras, la máscara de un engaño. No hay otra forma de verlo. Por eso desmenuzamos sus palabras y su conducta como analistas de calidad en un laboratorio. Nos alivia pensar que si estamos alerta quizás no pase nunca, y si tiene que pasar, que podamos descubrirlo antes de que sea demasiado tarde para tirarles el placard por el balcón. Es verdad que hay otros. Algunas le tenemos miedo a las ratas, otras a las arañas y alguna a los perros grandes. También a morirnos, a engordar, a que nos corten mal el pelo, a que nos metan los cuernos, a que se nos corra la media, a que se nos caiga un bebé al piso, a quemarnos con la plancha. Sin embargo, ninguno es absoluto. Yo, por ejemplo, no tengo hijos y puedo aplastar arañas con un zapato sin ningún temor. De las mujeres que conozco, en cambio, no hay ninguna que no despierte al marido a la medianoche porque "hay ruidos", o caiga en el lamento de que va a morir sola en un departamento lleno de telarañas y recuerdos. Yo pienso que es genético. Que algunos miedos vienen junto al color de ojos o a un lunar en forma de pera que tiene toda tu familia. Para probarlo, basta con saber que el el mayor miedo de los porteros es encontrar a una vieja muerta en su departamento y tener que llamar a la familia, el de los gatos que fallezca la dueña que los acaricia y les da de comer, y el de los hombres, sentar a su novia en una mesa y decirles que van a dejarla por otra mujer. |
Rodrigo González Fernández
DIPLOMADO EN RSE DE LA ONU
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